Los mercaderes
Las actividades artesanales y el comercio fueron llevadas a cabo, inicialmente, por hombres desprovistos de tierras y que vivían al margen de una sociedad en la que sólo la tierra garantizaba la existencia. Marginados en la sociedad feudal, abandonaban el suelo natal para aprovechar las oportunidades que podía brindarles el comercio. Liberados de las prestaciones rurales, formaron el universo de personas que vagabundeaban buscando la limosna reservada a los pobres en las abadías, se los contrataba como campesinos en la época de las cosechas o de las vendimias, se alistaban como mercenarios en las tropas feudales en tiempos de guerra o, más frecuentemente, esperaban, a lo largo de las costas y en los estuarios de los ríos, la llegada de barcos y mercaderes.
El desarrollo del comercio medieval se vio obstaculizado, con frecuencia, por el mal estado de las carreteras, por la inseguridad y, fundamentalmente, por las tasas, los peajes, los derechos y todo tipo de impuestos recaudados por señores y comunidades por el sólo hecho de transitar sus tierras. Las rutas comerciales preferidas fueron las vías del agua: fluviales y marítimas que se presentaban como más seguras, rápidas y rentables. Los primeros comerciantes fueron itinerantes.
De comerciantes a banqueros
Impulsados por el espíritu de aventura, muchos de ellos se engancharon en los barcos que necesitaban marineros o se hacían contratar por las caravanas de mercaderes que se dirigían hacia los puertos. Algunos prosperaron porque supieron aprovechar, con energía e inteligencia, la posibilidad de ganar dinero en el comercio, de ahorrarlo o de reconvertirlo de manera rentable.
Con el tiempo, la clase de comerciantes se diversificó; y surgieron prestamistas, cambistas y, finalmente, banqueros, especializaciones que requerían de conocimientos más precisos. La mentalidad del mercader se dirigió siempre a lo útil, a lo concreto y a lo racional, es decir, a todo lo que le permitiera ganar dinero y optimizar sus beneficios con los que satisfacer, cada vez en mayor medida, sus crecientes necesidades.
En su relación con la nobleza, en ocasiones actuaron como prestamistas, imitaron su forma de vida y procuraron emparentarse con ella a través de vínculos matrimoniales en los que la unión se asemejaba a un contrato. En su relación con el clero, fueron frecuentes las donaciones a la Iglesia aunque, para ellos la religión quedaba relegada a un segundo plano. La relación con el campesinado era de complementariedad, ya que las actividades rurales permitían el abastecimiento de la ciudad.
Los habitantes de las ciudades: la burguesía
Entre los siglos XI y XIII, muchos campesinos migraron hacia las ciudades huyendo de la servidumbre feudal. En efecto, el gobierno de las ciudades no estaba en manos de nobles, sus cargos tampoco eran hereditarios y resultaban de la elección de los habitantes de las ciudades o burgos, lo que dio origen a la denominación de esta nueva clase: la burguesía. Para ser uno de ellos, bastaba haber residido un año y un día en el interior de sus murallas, haber acumulado ciertos bienes y haber ejercido un oficio. En la ciudad, el burgués podía aprender a leer y escribir, mandar a sus hijos a la escuela, ejercer un oficio remunerado y no tener que pedir permiso si quería casarse. La ciudad, además, lo protegía del hambre y de la guerra.
Lo que distinguió al burgués de la nobleza, el clero el campesinado fue que, debido a sus actividades, predominaba el afán de lucro, la sed de ganancias y la voluntad de prosperar a partir de su propia iniciativa. El burgués, precisamente, debido a estos objetivos, fue un hombre inclinado al individualismo y, si se asociaba con otros, lo cual era frecuente, era sólo por la utilidad que podía reportarle. La rentabilidad de sus empresas y la voluntad y la capacidad de ahorrar podían promoverlo socialmente, hasta el punto que no pocos de ellos lograban emparentarse co la nobleza feudal venida a menos, por pactos o convenios matrimoniales.
Surgió en estos hombres una nueva conceptualización del tiempo, que difería sensiblemente de la idea que de él tenían los otros tres estamentos. El ocio era sinónimo para el burgués, de pérdida de tiempo y, en consecuencia, de dinero. La noción de optimización del tiempo generó la necesidad de dividir el día en segmentos iguales y, tal vez, a ello se deba la proliferación de relojes en esta época. Casi siempre en los espacios centrales de las ciudades, se levantaba una torre, en cuya parte más alta, había un reloj que marcaba un tiempo uniforme, medido en horas y en minutos.
El burgués era racionalista no sólo en su conceptualización del tiempo sino también, del espacio. La ciudad da cuenta de ello: una plaza central con el municipio, la iglesia y edificios de interés común, y calles verticales, horizontales y en ocasiones con diagonales para agilizar la circulación.
Atrás había quedado la época de las campanas de la iglesia que marcaban el tiempo de las labores agrícolas y de las oraciones.
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